Esta tarde



Hay tardes así.
Me urge terminar una pàgina
pero me distrae una hormiga
errante y salida de cauce,
¿raro, no? ,
que trepa por el filo, justo, de mi ventana

viernes, 21 de septiembre de 2007

se adormecen, despiertan, se iluminan,
O.G

Tan diciembre,
Tanta siesta porfiando por las venas
Tan verano,
Tanto abrazo escondido de las ganas
Tanta burbuja cuando la copa parecía serena
Tanta rebelión de pájaro enjaulado
Tanta sonrisa escapada, sin sentido
Tanta pregunta
Tanto pecado de omisión
Tanta historia
Y un jazmín amarillo
Justo en la hoja de un libro de Girondo.
Ana. Diciembre de 2005

CARMELO

Si uno ríe los martes, debe llorar los viernesy mirarse las manos a la luz de una vela,porque el martes, desnudo, como un niño, padecede las admoniciones de la luna perversa
A. Tejada Gómez.


Caminaba buscando el cielo. Tenía una manera entre torva y risueña, si se puede, de andar el tiempo. Vestía una camisa desteñida y grande, de esas que alguien había comprado en algún viaje a la ciudad cercana, y en un acto de solidaridad mal entendida le había regalado ya vieja, demasiado gruesa para el calor de enero, y liviana para las heladas implacables del invierno de la llanura. Era octubre, es decir la época del año en que la camisa y la temperatura se entendían. Un pantalón mal ajustado en la cintura y un par de tiradores extraños cuyo origen nadie adivinaba, completaban el atuendo. Cambiaba de calzado con frecuencia, el cierre de Morales y Cía. había llenado los almacenes de la parroquia de zapatillas azules, muchas de las cuales habían ido a parar a sus pies Se podría pensar que, dada la asiduidad del uso la ropa estaba sucia. Nada de eso. Desde hacía años con regularidad, casi exasperante, día por medio, a las 9 de la mañana, pedía permiso, ceremoniosamente, a la dueña de un hotel que supo de mejores tiempos, y en el piletón de un lavadero casi derruido, lavaba, con la concentración y el empeño de quien debe quitarle las manchas al mundo para que siga rodando. En tanto, se vestía con la “muda” alternativa, que no es necesario describir, pues la tenia puesta hasta que el viento y el sol o en su defecto, el calor de la cuadra de la panadería del pueblo, secaban la de siempre.
. Lo conocían por Carmelo, los más viejos discutían un apellido vasco que no pronunciaban bien, alguna vez hasta intentaron encontrar su filiación en padrones que se guardaban en el correo ,, hasta que se cansaron y abreviaron en el nombre. Por otra parte, nunca necesitó documento, ni para votaciones ni para cobros. No es que no trabajara. Cuidaba de los jardines de las casas “del centro” casi con la misma exasperante dedicación con que lavaba su ropa y vivía entre la indiferencia de casi todos.

Esa mañana empujó el portoncito de hierro por el que se entraba a la casa de los Vélez y camino al llamador de bronce con que anunciaría su llegada desde la puerta principal , miró las rosas, no le gustó el rojo pálido de unas , menos el amarillo desteñido de las preferidas de la dueña de casa, hace falta agua, pensó, mientras desde una ventana abierta , se adelantaron a su llamado,_ Buen día, pase nomás, y abra, el galpón está sin llave.
Mientras lo hacía, pensado en que era necesario ponerle aceite a las bisagras , se acordó de que era martes, no le gustaba el día, en tanto se decía eso, urdió la trama para una mirada, se secó la frente y tapándose con la mano miró hacia la ventana desde donde lo habían saludado. Recordó su llegada al lugar, hacia ya mucho tiempo, y el encuentro con la muchacha de pelo rojizo y suelto ,raros ojos grises, y gestos resueltos, la única que lo había mirado con naturalidad, sin extrañeza, como si él siempre hubiera estado ahí. Ahora usaba el pelo recogido pero el rojo persistía, atenuado, y se podía adivinar detrás del vidrio de la ventana, ahora cerrada , desde la que la mujer le dio la bienvenida.

Se había acostumbrado a mirarla siempre, había seguido su vida empecinadamente, la obervaba, la cuidaba, la soñaba, con una obstinación silenciosa que jamás se confesó a sí mismo, ni aún cuando en las noches lo despertaban las formas no sabidas de su cuerpo y se le enredaban las manos en caricias que jamás haría.
Se hizo cargo de sus rosas cuando ella se puso de novia con el forastero. Nunca le gustó ese hombre. Había algo en su andar, que delataba su condición de vagabundo, aunque pretendiera simular un oficio, que no desempeñaba en el pueblo. Pero ella se enamoró.
Carmelo comenzó a convivir con un sufrimiento torpe, ése que se buscan los que amando no lo proclaman y se sienten traicionados. Pero, claro, él no hubiera podido. Sólo cuidaba sus rosas más tiempo y gemía por cada beso y abrazo que espiaba.
Un día, un viernes de cuaresma, en marzo, estaba seguro pues , como ahora, a las plantas les hacía falta lluvia, el forastero se fue y ella lloró. La recordó así, llorando entre los rosales, cabizbaja en las galerías, desganada en el saludo, mirando con tristeza al padre que por esos tiempos requería de sus cuidados, Durante algunos años ni las navidades la alegraban y eso que él colgaba las luces en el jardín, le ponía globitos al pino y una estrella en la rama más alta Cada enero volvía a guardar todo, prolijamente, con la sensación frustrante de que de nada había servido.
En la mañana de un martes, era mayo, el rosal bordó estaba florecida, la habia escuhado cantar y se le habia albotado la panza. Ya está, habia pensado . Fue el mismo día en que el forastero volvió, y aprovechándose del amor mal curado, le renovó los besos y tardó en irse el mismo tiempo en que a ella se le alegró el corazón. Casi nada. Él la habia escuchado llorar un llanto reencontrado, mientras guardaba la tijera de podar.

Se habia prometido buscarlo, Después se lavaría bien las manos y la ropa. Y ella ya no lloraría.