Esta tarde



Hay tardes así.
Me urge terminar una pàgina
pero me distrae una hormiga
errante y salida de cauce,
¿raro, no? ,
que trepa por el filo, justo, de mi ventana

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Trapecio

Era perfecto. Desde su cama lo veía. Mejor dicho, desde la cama. Eso sí, bastaba con girar levemente la cabeza para que se rompiera.
Los lados que limitaban el trapecio estaban formados, tres de ellos, por el marco de la ventana y el superior por la base de la persiana, bajada hasta la mitad. Dicho así, debiera tratarse de un rectángulo, sin embargo no lo era. Lo cierto es que el plano comprendido entre ellos, ese día era gris. El gris del cielo. Lo atravesaba una línea negra ¿un cable de teléfonos?, que, curiosamente lo dividía formando otra figura igual, o parecida. Había pensado, “plano”. En realidad el espacio era tridimensional, sin embargo, visto desde allí, había perdido el volumen. Estaba perdiéndose en disquisiciones era voluminosos el cielo? ¿Era una entelequia? En todo caso era un recorte plomizo de cielo. Debajo, él lo sabía, estaba Buenos Aires. Podrían ser las nubes de Córdoba, de París, de Madrid. Pero, no. Eran de Buenos Aires. Después de mirarlo durante horas, podría distinguir ese trozo de cualquier otro, visto desde cualquier otra ventana de un departamento de un quinto piso, en un día como ése, sombrío, de cualquier lugar del mundo.
Se movió y rozó la piel tibia, pensó que pensar eso era un lugar común, pero cómo decir del calor de ese cuerpo que se deshilachaba en sueño al lado del suyo? Le buscó la sonrisa dormida con la que la vio volverse hacia el otro lado, hacía apenas una horas.
Le besó el pelo de un castaño sedoso que siempre “le hacía cosquillas en la nariz”, le dibujó el contorno de los ojos con la yema de los dedos y la escuchó ronronear con ese murmullo por el que él era capaz de dejarlo todo.

Dónde había dejado el calzoncillo? Seguramente andaría por el piso y había sido agredido por el gato que lo odiaba. Lo buscó, se lo puso y fue hasta la cocina. Como siempre la calandria, sorprendentemente citadina, andaba a los gorjeos. Se miró los brazos desnudos e inspeccionó las manchitas rojizas cercanas a las muñecas. Cuando el aroma a café lo sustrajo de los pensamientos, preparó un pocillo y se sentó en el living pequeño, encendió el equipo de música y dejó que la voz lo invadiera, el volumen la hacía apenas audible y eso le daba una intimidad de susurro a la canción, si ella estuviera despierta estaría tarareando. Sonrió.
Miró la foto. Como cada vez que lo hacía le sorprendía el parecido de los chicos con la madre, la nena un poco más rubia, es cierto, pero sus mismos ojos, el varón tenía la misma boca. Dónde estarían? No le preguntó al llegar. Tal vez ese fin de semana el padre los hubiera recogido.
Con el último sorbo de café encendió un cigarrillo y abrió la computadora. Compartían algunos archivos y podía ingresas a “Mis documentos” . Ella siempre le decía que no tenía secretos y se le había hecho costumbre guardar allí los trabajos que hacía durante los fines de semana que pasaba en el departamento. Releyó algunos mensajes locos que ella almacenaba riendo a las carcajadas y que él le dejaba cuando se iba sin poder arrancarla de la modorra en que la sumía el placer.”Nena<.Tengo unas ganas locas, con ganas de volverse cuerdas” Ése era del domingo pasado.

La había encontrado en una esquina y un aguacero repentino (otro lugar común) fue buen motivo para la charla en el café cercano.
Estoy separada hace dos años, los chicos viven conmigo, la cosa no iba más. La misma historia entre tantas.
Yo me divorcié. No tengo hijos ni tendré, no busco pareja, ando rodando de mujer en mujer y como en el tango, algún berretín se vuelve capricho obstinado y me dura un poco más. Omitió algunos datos, no le dijo que alguna vez le había costado despedirse de alguna, ni que le resultaba fácil enredarse en diálogos locos cuando las caderas eran generosas y la risa ligera. Sí le contó de su profesión de programador de sistemas, de sus viajes frecuentes al interior por razones de trabajo, de su apasionamiento por la pintura, de la pila de libros, cuya lectura completa le demandaba buen tiempo, pues las alternaba desordenadamente .Algo dijo acerca de la soledad, que no caía vencida por ningún encuentro fortuito, pero no era el caso desnudarle el alma, ahí nomás. Tiempo después le diría lo que no era, después de todo eso lo definía con más impiedad.
Seguía sonriendo cuando bajó el volumen de la música. Le palpitaba la frente. Podía recordar el tono exacto que ella había usado para hablar del recorte de su vida que le dejó conocer ese día _Lo mío no es muy interesante. Tengo un buen trabajo, dos chicos que me requieren mucho, un ex que ahora me tiene cariño, padres maravillosos que viven en la provincia y una soledad a la que no le gusta pensarse mucho. La escuchó reir por primera vez cuando agregó _Y no soy de berretines.

Ahí y entonces le conoció la costumbre de doblar, hasta que el reducido trozo de papel lo permitía, los sobrecitos vacíos de azúcar, que acomodaba prolijamente al lado del pocillo. Después, había aprendido que acometía con ese empeño otras muchas acciones, como la de llevar un registro exhaustivo de sus gastos en una lista prolija que comenzaba a sumar concienzudamente después del quince de cada mes. _Son viejas costumbres familiares, fruto de una economía que siempre nos tenia al borde del riesgo__le decía. Él sabía, no hacía falta demasiada perspicacia, que se trataba de ordenar la propia, no exenta de riesgos parecidos.

La cola del gato le rozó la pierna, lo alejó fastidiado. Le molestaba la mirada del animal. Siento que me acusa _le decía .Ella reía _De qué? Estaba seguro de que volvería a pensar en eso.

Nunca más dejaron de hablar. No mucho después empezaron a tocarse en noches enteras de insomnio que no pesaba y un buen día la cama tenía la formas de ambos y él dejaba su perfume en el placard.
Durante ése tiempo, ¿cuánto hacía? ella lo había asombrado muchas veces: cuando canturreaba en el subte o se volvía, repentinamente, para comprar un ramito de jazmines, casi siempre mustios, a los que olía con gesto concienzudo, para ponerlo, apenas unos metros después, en el bolso, dónde permanecía hasta que algún otro objeto perdido y con mayor necesidad de ser recuperado, lo volvía al exterior, amarillo, esquelético y olvidado. Cuando él la sorprendía en esas circunstancias, ella se ordenaba el cabello, intentando dar un dejo de sensatez a esas decisiones involuntarias. De nuevo la mueca de la sonrisa. Pensó que ésa última expresión podría generar un larga discusión .Ella se obstinaba en raspar la corteza de las palabras, _si hay decisión, hay voluntad, le diría. Casi podía escucharla.
Amarla fue un acto involuntario, sin embargo estaba seguro de que nunca había decidido algo con tanta fuerza.

Se incorporó a medias, el mareo matutino se le había vuelto familiar.
Se dirigió hacia el baño, se duchó y frente al espejo se miró los ojos cansados, enrojecidos por la fiebre nocturna que disimulaba siempre, y la barba de días. Evitaba afeitarse, y eludía la respuesta cuando ella le preguntaba el por qué. Justo debajo de la boca, hacia la izquierda vio la sombra rosada de otra mancha.
Volvió al dormitorio. En el pasillo lo acusaron los ojos del gato.
Ya en el cuarto bendijo el descanso profundo de la mujer. Dormía enredada en las sábanas, al amparo generoso del sueño, que sabe a liberación_ como la muerte_ pensó casi en voz alta, pero de cuya transitoriedad tenemos la certeza que nos impulsa al abandono.
Sabía que ese día ella desearía no haber despertado.
Lloraba mirando el mediodía. Lloraba cuando dejó el reloj pulsera sobre la cama.
Seguía llorando cuando abrió la ventana y de un salto rompió el trapecio gris de un cielo de domingo en Buenos Aires.

Ana. Mayo de 2004(más un largo trabajo de aceptación y modificaciones hasta el 2006).

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