Esta tarde



Hay tardes así.
Me urge terminar una pàgina
pero me distrae una hormiga
errante y salida de cauce,
¿raro, no? ,
que trepa por el filo, justo, de mi ventana

miércoles, 21 de abril de 2010

LA GOTA

A Edgardo, que enterado de la existencia del fundador, discutió conmigo su destino. Con mis disculpas, porque de mi mano su historia cambio de curso. Suelto de ella, tal vez hubiera elegido la que él le pensó. ¿Quién lo sabe?


                                                                                                                             Ana


                                                                                           Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
                                                                                                                             J. L. Borges

Es el resumen del resumen, decía. La voz sonaba cavernosa, no era una voz adecuada para el salón luminoso de un hotel moderno, vidriado y minimalista, enclavado en el centro de la pequeña ciudad, ruidosa y nueva. Mucho menos para la media tarde de un día de primavera inusualmente cálida.

El que hablaba era uno de los que había llegado, hacía años, a trazar los planos y a plantar algunas pocas edificaciones frágiles que anunciaban la existencia de otras que necesariamente deberían reemplazarlas. Los que habíamos venido después, cuando las oficinas de las empresas funcionaban y requerían de nuestros servicios, no conocíamos su historia. Ni la suya ni la de los otros cinco o seis fundadores. Era el único que había permanecido en el lugar, los demás, después de algunos años, habían regresado a sus antiguos hogares. Ninguno había cumplido con el destino que se supone está trazado para quienes fundan, no habían tenido hijos que poblaran el sitio, en consecuencia no había apellidos de larga data, excepto el del dueño de la voz en cuestión. Dicen, sin embargo, que nunca les faltaron las mujeres. Ellas habían venido al lugar, al conjuro de un llamado llegado hasta sus oídos de muchachas acostumbradas a los riesgos , de boca de los mercachifles que llevaban , de pueblo en pueblo, jabones, telas e historias, en un orden que no obedecía necesariamente al de esta cita.

Decía entonces que hombres venidos de lejos y mujeres empujadas por la desesperanza, si es que la desesperanza empuja, habían inaugurado, al amparo de sus propias fantasías, amores confusos, tumultuosos y estériles, que duraban el tiempo justo de la nostalgia y del permiso que cada uno se daba para sentir la soledad. Después, cada uno a lo suyo, no sé si con esta indiferencia y este dejo de insensibilidad de la que dan cuentan los que dicen que saben y echan a correr las historias, lo cierto es que si en algún cuerpo quedaba la avidez por otro, nunca se supo. Casi todos, vinieron y se fueron. Él se quedó.

La ciudad creció. A lo largo de la costanera de un río cuyo cauce que era, generalmente manso, había sido uno de los motivos de la elección para la fundación, se codeaban altas moles de vidrio y acero que presumían de etéreas a pesar de sus tamaños. Ahí se desarrollaba la vida comercial, las fábricas modernas estaban al norte, y al frente, cruzando un puente de trazado elegante, los barrios exclusivos de casa claras y vidriadas, se agrupaban sin apretujes, rodeadas de parques.

Él que había diseñado muchas, no vivió en ninguna de ellas, nunca se fue del hotel, no de éste en el que ahora se encontraban escuchándolo, sino el más tradicional del lugar, el primero al que se mudó desde una de esas viviendas inaugurales que nacieron condenadas a desaparecer.

Algunos cuentan que en otras ciudades los que emigraron hablan de él. Dicen que dicen que una de aquellas muchachas se enredó en sus sábanas por más tiempo. Que parece que se habían enamorado. Que no había en ella nada especial, no por lo menos a la vista de los demás, excepto una mirada miope que la obligaba a entrecerrar los ojos azules como enfocando, cuando le hablaba a alguien. Que un buen día ella se cansó del mismo lugar y del mismo hombre y, sencillamente, se fue y que a él se lo vio triste. Pero a decir verdad, nadie creía en eso. Estaban convencidos de que no era hombre de sucumbir a amores ni siquiera transitorios, estaban acostumbrados a verlo tomar decisiones que ejecutaba con serena firmeza y que nadie discutía, porque, después de todo, siempre resultaban convenientes, para la empresa y para la comunidad. No es que la firmeza en la ejecución de los planes esté reñida con la posibilidad de amar, lo que sostiene la opinión de los incrédulos es que esos proyectos habían sido llevados a cabo, contra viento y marea aunque se fuera en ello la vida de algunos extranjeros que osaban oponerse en resguardo de derechos no declarados. Y como lo dicho no encierra metáfora alguna sirve para sostener la hipótesis de que el hombre era el dueño de un corazón duro

La mañana del acto en el que estaba diciendo esas palabras, habían llegado periodistas de la región y de la lejana capital. No era tan importante el suceso, menos aún para los que no habitaban la ciudad nueva. El aniversario numero treinta de la población no hubiera ameritado la presencia de la prensa si no se hubiera corrido la voz de que ese día se haría un anuncio importante para el país y para el mundo durante el desarrollo de la conmemoración.

Nadie, de entre los muchos que se apretujaban expectantes en el salón, vio lo que la luz que filtraba por el ventanal y que caía en un chorro prepotente sobre su perfil, ayudó a ocultar. Yo, que estaba a su derecha porque debía asistirlo dada mi condición de secretaria ejecutiva en la compañía, veía con claridad, que el esfuerzo que hacia por disimular su malestar, anímico me decía a mi misma, le marcaba una línea tensa en la frente.

Ahora estaba diciendo que esas pocas palabras eran el resumen del resumen, que esa placa que acababa de descubrir él mismo acompañado por el joven intendente de la ciudad y en la que se leía: • En el trigésimo aniversario de su fundación a la ciudad que pensé y en la que después viví”, era todo lo que tenía para decir.

El trasluz me dejó a la vera de una lágrima que se rompió en colores y entonces ví, en esa gota diminuta, al hombre volviendo de sus viajes cabizbajo, sus mañanas amanecidas en la empresa, su permanente actitud de búsqueda, las viejas fotos del lugar dónde ahora estaba el puente, las repetidas exploraciones en diarios, informativos, Internet , un terreno señalado con una cruz en el plano del pueblo, frente a la costanera, el proyecto de una casa nunca hecha.

Después, repuesto de la emoción presentó a Natalio Zanbruno, un doctor en biología, cuya solicitud de beca a la fundación que presidia mi jefe en nombre de la empresa, había sido tan insistente, que le había sido otorgada. El joven científico no había abandonado para la ocasión el largo guardapolvo blanco, que usaba en el laboratorio, aunque a decir verdad, tampoco se despojaba de él cuando atravesaba las calles con un andar que tenia algo de familiar, aún cuando apenas lo conocimos, o en los escasos momentos en los que se concedía un descanso recostado sobre el césped del terreno en el que estaba el edificio del departamento de investigación de la fundación. El breve espacio de tiempo que medió entre la presentación y el arribo del muchacho al estrado, me permitió recordar cómo había revolucionado a las mujeres del pueblo la llegada del capitalino. Debo incluirme entre las que pensamos que el forastero era una alternativa sentimental, pero eso fue antes de que descubriéramos que nada le interesaba fuera de su área de trabajo y andaba siempre envuelto en un aire extraño, como quien camina por lugares desconocidos con la certeza de que no lo son y busca la causa de la sensación rara, pero nada novedosa.

El científico estaba de pie frente al micrófono, entrecerrando los ojos azules, de mirada miope clavó la vista en el hombre y se dispuso a anunciar. Yo me distraje en seguir la mirada y percibí que el fundador contrajo los músculos de su cara en la que la lágrima persistía. Repentinamente su postura cambió, algo casi imperceptible señalaba en la comisura ahora distendida de sus labios y en los hombros menos erguidos, que estaba cansado. Yo podía adivinarle un cansancio del que no se repondría a la mañana siguiente. El cansancio que deviene de los intentos de justificar el rumbo de una vida y noté que tenía miedo, como si esa sensación de incompletud que parecía haberlo abandonado, lo dejara desnudo de intenciones para seguir. Habían pasado unos minutos cuando volví a la voz y me di cuenta de que estaba terminando de explicar:“una sola gota de sangre bastará, y ya no habrá padres desconocidos ni hijos ignorados. Ya no.”

Mientras se mezclaban los aplausos cerrados, y el arrebato de los periodistas, los fogonazos, las cámaras disputándose los primeros planos, recordé las mañanas en que mi jefe y yo misma habíamos contribuido a la investigación, cuyo objetivo no teníamos en claro,(para eso había un comité académico),donando algo de nuestra sangre, “_unas gotitas_ solía decirnos el muchacho, sin mirar a nadie en especial _en sólo una gota todo está explicado.

Ana María Elia

1 de marzo del 2010

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